La fogata
de
San Juan
I
Ese domingo deseaba más que nunca sumergirme en el
diario del día pues, fundamentalmente, me interesaba un artículo que abordaba
el tema de las festividades de San Juan. De modo que, en cuanto pude, me senté a la sombra de la
alameda dispuesta a leer el artículo en cuestión.
“La Noche de San Juan –decía la nota -es una festividad de origen muy antiguo influido por ritos
pre-cristianos vinculados a los ciclos de la naturaleza y la fertilidad. La
ceremonia principal-proseguía- se caracteriza ,aún en la actualidad,por el
encendido de hogueras en calles y plazas”.
“Simbólicamente , continuaba el investigador,el fuego aludía a una
función purificadora en las personas que lo contemplaban. En algunos pueblos ,agregaba,aún
existe la creencia que durante esa noche se comunican seres de otras
dimensiones para exorcizar los encantamientos provocados por los malos
espíritus.”
El artículo también comentaba que, en ciertos lugares las celebraciones se realizaban la noche del 23 de junio y en otras la noche del 24 y que, en España, por ejemplo, se comenzaba
la fiesta con el encendido de hogueras
para incinerar un muñeco o
"ninot” y se culminaba con miles de fuegos de artificio.
La nota incorporaba testimonios sobre rituales nocturnos en los que recogen plantas
aromáticas de varias clases que se dejan en agua para lavarse a la
mañana siguiente con la certeza que
podrán desarrollar poderes clarividentes. El artículo daba cuentas de la vigencia de la celebración en muchos
puntos de Europa y Sudamérica.
“El hecho es que- aseveraba
el autor del informe- en Argentina la noche de San Juan se celebra el 21 de
junio, con fogatas o fogaratas y, en torno a las mismas, grandes y chicos de
las barriadas se reúnen para cocinar "papas" y "batatas" al
calor del fuego. El autor agregaba que
también se preparan muñecos para
simbolizar en ellos sentimientos a
quemar y que, a través de sus llamas, pueden elevarse al cielo plegarias en la esperanza que sean
escuchadas y se cumplan antes de la próxima fogata.
En ese punto, mis ojos se humedecieron y los lentes se empañaron. Obviamente,
el artículo periodístico había aguijoneado mi memoria hasta vulnerar cualquier
resistencia, si acaso ésta hubiera existido. El
fuego del hogar crepitaba incentivado por la resina de las piñas
mientras en las profundidades más remotas de mi interior se ovillaban la luz y
la esperanza.
II
En consonancia, los
recuerdos acudían a mi mente como retazos
de infancia que me remitían
a momentos felices en el barrio que me vio crecer. En
efecto, era allí, durante la primera quincena de junio y, ante la proximidad de la noche de
San Juan, cuando nos envolvía la misma
efervescencia que sabían contagiarnos los inmigrantes del vecindario.
Consustanciados con esa euforia cada uno asumía un compromiso y la
primera tarea que se nos planteaba era
limpiar el terreno baldío de la esquina. La segunda, acopiar ramas, de modo que
iniciada la última semana, un cúmulo leñoso iba creciendo hasta alcanzar una
altura descomunal.
-“¡Estuviste flojo Colo!”reprochábamos al que había sido esquivo
con el trabajo.
Acto seguido potenciábamos el ingenio al máximo a fin de acordar qué
cocinaríamos en la fogata.
-“¡Pan, tomates, papas,
batatas, chorizos!”-proponíamos eufóricos.Y
si bien todos poníamos manos a la obra en realidad sabíamos que los únicos que
podrían conseguir los chorizos eran los hijos del almacenero del barrio.
-“¡Ya saben,nosotros limpiamos el terreno y juntamos las ramas pero ustedes
intenten traer los chorizos!-advertíamosa nuestros amigos con cierto despotismo.
Nuestros amigos, quienes en nuestro imaginario aparecían como los
más encumbrados del barrio,comprendían la importancia de la misión e iniciaban
maniobras de avanzada hacia el flanco más duro de roer:el señor almacenero o
sea, su padre!
Por tanto,el hijo mayor, ponía el ingenio al servicio de una misión:
aplacar la furia del padre que ya le había
contestado con una buena pateadura en el trasero.
-“Yo limpio viejo, junto lo
que anda dando vueltas por ahí y de paso
le sacamos unos pesos. ¿Te parece?”-Ofrecía sonriendo de costado.
Su intuición le indicaba que en el almacén del padre podían
ofrecerse diarios y revistas usadas, latas antiguas, lámparas en desuso y
cuanto artefacto inservible anduviera dando vueltas por el hogar. Obviamente,
los promocionaba con llamativos carteles pintados con lápices de color.
En simultáneo, el hijo menor aportaba sus juguetes viejos que también eran
exhibidos durante esas semanas para la venta.
Obviamente, los demás amigos hacíamos el “aguante” yendo y viniendo
una y otra vez al almacén con cualquier
excusa a los fines de auditar el éxito de las ventas.
III
En el transcurso de estos avatares caímos en la cuenta que la
humedad y el calor “del veranito de San Juan”, inusual para la época,
habían traído una plaga de bichos
cascarudos que volaban próximos a los faroles de la calle para
terminar estrellándose contra la tierra apisonada.
Ávidos de aventuras y monedas, decidimos levantar apuestas entre los
chicos del barrio. Ello implicaba que cada uno podía elegir su cascarudo.
Luego, se delineaban las sendas en la calle conramas, levantábamos apuestas y
al grito de tres intentábamos dar ánimo a los pobres bichos para que
alcanzaran la meta lo más rápido posible.
-“¡Vos le pusiste el pie para desviarlo, tramposo!” gritaba el gordo
a punto de llorisquear.
-“¡A mí no me agarran más!” se quejaba Nico.
-“¡Y bueh, la próxima elegí uno con cuerno!” Soltaba indiferente el
triunfador.
-“¡Las líneas estaban mal dibujadas, Negro!”Reclamábamos frustrados.
Efectivamente, pese a que la selección de los contendientes era
sumamente cuidadosa casi siempre ganaban los que tenían un cuerno semejante al
del rinoceronte y los pocos centavos que se juntaban eran una inversión a futuro
para los ansiados chorizos.
Por otra parte nuestro amiguito, el hijo más pequeño del señor
almacenero, había decidido armar espectáculos en el interior del almacén con la
clara idea de entretener a la clientela
mientras esperaba ser atendida.
Y como, pese a estar en el mes de junio, el calor seguía en aumento
haciendo honor al denominado “veranito de San Juan” los sapos rechonchos
acudían al pie de los faroles para conseguir los cascarudos como alimento.
El hecho es que nuestro amigo, fantasioso y ocurrente a más no
poder, enlazaba los sapos con cordeles de colores para entrenarlos y lograr que
hicieran piruetas sorprendentes. Pero como aterrorizaba a la clientela, por
indicación de su señor padre, no tenía más remedio que realizar la exhibición en
la vía pública.
No obstante, ante la inusual ocurrencia, las chicas se negaban a transitar por nuestra calle. A
las risotadas las veíamos huir presas de pavor ante el espectáculo de los sapos
enlazados exhibiendo irreverentes sus panzas desnudas.
-“¡Idiota!”Soltaba una mientras corría a más no poder.
-“¡Asqueroso!” Insultaba la Zule mientras huía despavorida.
Así transcurría la semana
previa y como, pese a nuestras tretas infantiles, el señor almacenero continuaba
resistiéndose a donar los chorizos cada padre
terminaba comprándoselos.
A modo de corolario recuerdo que
esa noche, mientras saltaban las chispas como luciérnagas en la
fogata de San Juan, cada uno devoraba los
chorizos humeantes con el pan caliente.
Después pinchábamos con las
ramas más largas las papas y las batatas asadas mientras cantábamos radiantes de felicidad:
“¡Aserrín!. ¡Aserrán!
¡Los maderos de San Juan!
¡Piden pan!
¡No les dan!
¡Piden queso!
¡Les dan hueso!”