SE LLAMABA JUAN, SIMPLEMENTE JUAN
Los zancos
Ilustración de : Norma Teresa Sánchez
Forgione;
Dibujo en
tinta sobre papel; 0.30 m X 0.40
m.
I
-¡Y
bueno ché!–contestó el hermano, con sus habituales toques de pragmatismo
mientras le alcanzaba el pocillo de café -¡Si hay algo que podemos agradecer
a la infancia pobre es la felicidad que experimentábamos cada vez
que se alcanzaba una meta!
-Y por
qué no atrevernos apensar-respondió ella- que siempre, aún en los períodos de
mayor desolación, hubo alguien…
En ese
instante la sorprendió un ligero carraspeo. Aclaró la voz mientras limpiaba algo de
azúcar derramada en el mantel. Luego prosiguió- Muchas veces pienso que
en nuestras vidas siempre hubo alguien
que de uno u otro modo desempeñó el papel del enviado… - aquí dudó - o
de mensajero…-agregó-…o… Allí, quedó
como suspendida, vacilante, colgada casi
de la letra o…
-¿Vos
querés decir un ángel de la guarda?-le preguntó su hermano.
Ella
intentó redondear la idea. -Alguien que sencillamente haya sido el instrumento
de fuerzas superiores destinado para…-y demoró en cerrar la imagen- … para acercarnos signos esperanzadores en nuestro
peregrinaje por este mundo.
Se le
iluminó la mirada, apoyó la mano
abierta en la mesa y acotó con un énfasis mayor al
habitual:-¡Sabés que más de una vez pienso que, probablemente, ese haya sido el rol de don Juan en algún tramo de nuestras vidas!
Su hermano estimó un tanto excesiva esa valoración.
-¿Don Juan como un enviado? Le dijo y se quedó en silencio mientras
acariciaba la barba renegrida con la
mano derecha.
El
atardecer de invierno llegaba a su fin por lo que acompañó al hermano hasta el
viejo portón de madera envuelta en un grueso mantón violeta y lo saludó con la
mano en alto hasta que la camioneta desapareció.
Regresó
lentamente, al ritmo que imponen los pasos de la melancolía y pudo
entretenerse, apenas, con la humilde belleza
de la salvia de jardín y el piar de las aves buscando amparo en las
alamedas.
Y a
riesgo de incurrir en la vehemencia, bajo un cielo cargado de nubes purpurinas,
prefirió continuar sumergida en lo más profundo de sí misma para extraer las
palabras de gratitud adecuadas y hacérselas
llegar a Don Juan fuera donde fuese.
Con
movimientos automáticos, limpió las migajas de la mesa, enjuagó los pocillos y al advertir que en el termo
aún quedaba café sintió la necesidad de uno más pero esta vez, con canela y
jengibre.
Extenuada,supo
entregarse al vaivén de la mecedora mientras el aroma del café y la canela invadían la pequeña sala de estar. Su silueta se
recortó en contraste con la luz del hogar y entonces, furtivos, casi enhebrados
por un hilván invisible, se colaron los recuerdos.
II
Eran tres
hermanos en aquellas sofocantes siestas de verano protegidos, tan solo, por la
sombra de las plantas de tomates.
Y cada
yunta de tomates sostenida por sus respectivas cañas semejaba, en el reino de
la fantasía infantil, una carpa indígena bajo cuya protección permanecían horas
en silencio leyendo revistas de aventuras.
-¡Si te
metés en mi choza te reviento! -Amenazaba el hermano mayor.
-¡Te
cambio esa revista de Fantomas por la del Llanero Solitario! Se oía decir insaciable.
-¡Me
tocó una de Isidorito! Se escuchaba una voz.
-¡Te la
cambio por la de Patoruzito! Ofrecía otro.
-¡Idiota
le cortaste a mamá los tomates grandotes! - Le pareció oír con nitidez la voz acusadora -¡Yo se lo
voy a contar!
Obviamente, diezmar la huerta tenía su precio
y las panzadas estivales de pan y tomate solían terminar abruptamente bajo la
acción justiciera de su madre
repartiendo escobazos a diestra y
siniestra.
-¡Si los agarro los mato! Repetía amenazante
escoba en mano.
Alimentó
el fuego y,contagiada por la alegría del chisporroteo, sonrió mientras los
recuerdos se enlazaban unos a otros.
-¡Ahí
tenés tu lata llena de bolitas!
-¡Dame
mis figuritas!
- ¡No
usés las mías!
Obviamente
las disputas de los varones solo podían resolverse en una lucha cuerpo a
cuerpo.
En
otras ocasiones los tres preparaban
cerbatanas con cañas huecas y bolitas de paraísos o ligustros que podían
transformarse en armas valiosísimas en caso
de algún ataque enemigo.
III
Mientras
tanto,en el barrio, se había impuesto entre los amigos más pudientes el
desplazarse de uno a otro lado en zancos. Por tal motivo, el atardecer
los sorprendía sentados bajo los árboles de la vereda para presenciar,
fascinados, a los vecinos caminando largo rato a una distancia prudente del
suelo hasta comenzar a medirse en velocidad.
-¡Alcanzame si podés! bravuconeaba Horacio.
-¡Hacete
el gallito nomás!, le contestaba el flaco corriendo a más no poder.
De tal
modo y hasta el momento, para los tres hermanos, constituirse en
espectadores y desear el triunfo al
vencedor parecían la única opción.
Ciertamente,
hoy se le hacen increíblemente nítidos los sentimientos de envidia que los
corroía hasta que el mayor de los
hermanos improvisó unos hermosos zancos con piolín y latas de tomates.
Pertrechados
con este artilugio innovador,
aprendieron a desplazarse con tanta
velocidad que en pocas horas habían dejado el tendal de amigos del vecindario
en franca derrota.
-¿Y?…¿Qué
me dicen ahora? Desafiaba orgulloso el inventor a la pandilla.
Sonrió
en las penumbras de la cocina. Ante el temor que se esfumaran los recuerdos
dilató el encendido de las luces. En ese instante, los hechos volvían a ella
como mariposas de mil colores. Suspiró largamente.
El éxito
estratégico había elevado la autoestima de los hermanos a tal punto que los
amigos comenzaron a pedirles prestados los zancos de lata a cambio de los suyos
de madera.
-¿Cómo se
te ocurrió? Preguntaba el gordo, casi hipnotizado, calzándose los zancos de
lata y echándose a correr en una delirante carrera.
A ese
punto de economía del trueque habían llegado cuando los sorprendió el fin de
semana. Y dada las exigencias paternas
no les quedaba otra posibilidad que
abandonar a los amigos del barrio para realizar las visitas de rigor.
El caso
es que, con tal de evitar males mayores, embolsaron los zancos de lata y partieron de caminata a la par de sus padres. Y después
de largas cuadras, ese domingo, llegaron
malhumorados a la casa de Margot y Juan, amigos de la familia.
Sin embargo, todo resentimiento se diluyó ante
la pregunta sagaz de Margot: -¿Quieren pan con manteca y dulce de leche?
El
hecho es que aquella tarde, con las manos aún pegajosas, los varones sacaron los
zancos de lata y con aire de importancia comenzaron a corretear por el patio de
tierra ante los ojos azorados de los amigos más pequeños. Obviamente a la media
hora unos y otros competían en ligereza.
-Alcanzame
barrigón-decía Ramiro.
-¡Qué
vivo! Vos corrés con ventaja-decía Lalo.
Como de
costumbre, ella se resguardó en la
frescura de la carpintería abstraída por alguna lectura.
Reconcentrada
en las secuencias del relato perdió de vista el transcurrir de las horas y el
trabajo de don Juan que dejaba ir y venir el cepillo sobre las maderas.
Llegada la noche disfrutaron los luceros en
el cielo diáfano.
-¡Ahí están las tres Marías! - Gritaba uno mientras
señalaba el cielo con el brazo extendido.
-¡Y allá
la Cruz del Sur!-Gritaba otro.
Mientras tanto,Margot amasaba pizzas para
compartir la cena.
-¡A la mesa!- Llamaban los padres.
En este punto la sucesión de recuerdos se
enlazó con el chisporroteo del fuego que
parecía debilitarse. Unas piñas y el atizador lo reavivaron.
Como en un ritual, los lengüetazos azules,
rojos y amarillos vigorizaron las
imágenes de infancia y entonces como protagonista y testigo pudo revitalizar
la despedida en la negritud del portal.
De
inmediato, la figura de don Juan emergió a contraluz con los trancos que le permitían sus
interminables piernas largas.
Lo vio
acercarse silencioso, como de costumbre,
con las manos ocultas en la
espalda para sorprenderlos luego con unos hermosos zancos de madera mientras
los despedía con una vigorosa palmada.
En ese punto las lágrimas mitigaron la
opresión contenida y antes de
encender las luces, decidió descorrer
las cortinas.
El viento sureño se había llevado el mal
tiempo.La temperatura seguía disminuyendo.El cielo se revelaba límpido.
A través de los amplios ventanales, en estrecha
comunión con el Absoluto buscó Las Tres Marías y la Cruz del Sur mientras
repetía incesantemente, casi como un rezo, casi como un mantra ¡Gracias…gracias…gracias!
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