Relato - Se llamaba Juan, simplemente Juan

SE LLAMABA JUAN, SIMPLEMENTE JUAN

Se llamaba Juan,
 simplemente Juan
Ilustración de Norma Teresa Sánchez Forgione. 
Titulo del dibujo: "Buscando historias"
Dibujo en tinta sobre papel
Medidas: 0,30 m. x 0,40 m

I
Siempre había creído que enhebrar retazos de infancia no sólo la  ayudaba  a comprender el presente sino también a consolidar la propia identidad.
Sin embargo, lo que aún persistía en el terreno de lo inexplicable, era  su amor por los libros y la adicción por la lectura desde edad muy temprana. Dicha adicción había  llegado a tal punto que le era  imposible conciliar el sueño  sin leer.
Y si había  algo que aún no había podido develar, eso  era  el origen, vale decir, el instante en el que se había  dado en ella el despertar  de su pasión por la lectura hasta que vino a su memoria un hombre y un nombre: Juan, simplemente  Juan.
Alto y delgado, de expresión pensativa, reservado casi siempre, humilde y correcto, así recuerda a Juan.
Juan era carpintero y siempre le pareció un hombre mayor aunque,ahora que lo piensa, su familia comenzó a frecuentarlo  cuando Juan y Margot eran recién casados con dos hijos pequeños.
El tercero y último vino al mundo en la casa y  con la ayuda de su abuela materna que, en su tierra natal, había sido partera. El caso es que por tales circunstancias, la imagen de su abuela creció significativamente en la vida de Margot y Juan.
En ese instante creía recordar que al principio tan solo acompañaba a la abuela a visitarlos hasta que, llenos de gratitud, abrieron  las puertas de la casa también para sus padres.
A partir de entonces ambos matrimonios comenzaron a frecuentarse de modo que después hubo muchos domingos de asado, sobremesa, mate y pastafrola en la casa de Margot y Juan.
De lunes a viernes Juan trabajaba en una maderera en Capital Federal. Tanto la ida como el regreso eran en tren y a ello se sumaba una caminata de casi 30 cuadras desde la estación  a casa.
No le es difícil evocar a Juan en el ritual cotidiano: el regreso al hogar, quizá una ducha, varios mates y, en una habitación de la prefabricada en la que había montado su taller de carpintería, retomar los trabajos que realizaba por encargo.
Era allí donde Juan permanecía hasta el anochecer para sumar unos pesos al sueldo de la maderera y poder construir la casita de material.
El caso es que muchos domingos, al atardecer, entre la mateada de los adultos y el correteo de los más chicos, ella se escurría hasta el interior de la carpintería. Hasta cree recordar que, desde entonces, el olor a la madera y los garabatos de la viruta le atraían una enormidad.
Por otra parte también le agradaba contemplar la actitud silenciosa del Juan laborioso cuando entraba al taller para terminar algún trabajo pendiente que no podía esperar.
El caso es que, durante esas siestas interminables, curioseaba por la carpintería con la avidez de los diez años hasta que, protegido por una lona y a  resguardo del  polvillo y la viruta, descubrió  un arcón.
Después del impacto inicial, comenzó a imaginar el arcón lleno de herramientas. Incluso, a partir de allí y haciendo un esfuerzo, puede visualizarse inquieta y, en sucesivos merodeos, mirando de soslayo el baúl pero sin atreverse a distraer a don Juan con preguntas inoportunas.
Y, ahora que lo piensa, hasta cree haber sospechado alguna vez de don Juan quien, probablemente,  podría ocultar allí algo de lo que nadie debía ser testigo.
Entonces cerraba los ojos y a las calaveras de las muchas mujeres que el Barba azul de don Juan habría ocultado en el arcón le sucedían montañas de monedas de oro que don Juan, seguramente, estaría dispuesto a compartir con ella si le juraba no develar su secreto nunca jamás. Pero de inmediato intentaba expulsar ideas tan absurdas. Por supuesto que después de pensamientos tan desatinados sobrevenía una culpa imposible de conjurar  por tamaña bajeza  esto es, haberse  atrevido a desconfiar del bueno de don Juan.

II

Lo que no puede rememorar ahora es la causa por la que aquel domingo estuvo tanto tiempo completamente sola dentro de la carpintería, tan sola como para atreverse a correr la lona y levantar la tapa del arcón. Lo que sí le resulta imborrable es su estupor al abrirlo y encontrar que el aterrador contenido, causante  de tantos desvelos, fuera nada más y nada menos que libros.
Libros de tapas descoloridas y hojas gruesas y amarillas. Libros de lomo ancho y lomo grueso. Libros de pequeño y gran formato. Libros con olor a viejo. ¡Infinita cantidad de libros!
En ese instante quedó paralizada… ¡Su mundo se había detenido!
Allí estaba, fascinada, ante la magia de una cantidad increíble de libros prolijamente ordenados hasta el tope. Tras largas semanas de incertidumbre y desasosiego había podido atravesar las murallas de lo prohibido para develar el misterio del arcón.
En esa actitud la encontró don Juan.
Alto, don Juan la observaba con su rostro bondadoso y hasta le pareció que esbozaba una sonrisa. Ante tamaño descubrimiento, don Juan se había agigantado, había crecido, era Gulliver y ella, ella apenas un enano transgresor y avergonzado.
Buscó las palabras adecuadas para excusarse pero en ese instante los labios de don Juan se movieron para decir: 
-“Bueno… se pueden mirar ahora”.
La evocación le entrega la imagen con nitidez.
Lentamente se puso de rodillas, observó sus manos para cerciorarse que estuvieran limpias y, en el más absoluto de los silencios, cerró los ojos  y los tocó.
La aspereza del papel, el olor indescriptible de algo viejo, guardado tan celosamente por su valor, entremezclándose con el de la madera, todo era parte de un instante único, sagrado, irrepetible.
Luego, los ojos asombrados fueron recorriendo Robinson Crusoe de Daniel Defoe; El último Mohicano de J.Fenimore Cooper; Los caballeros del Rey Arturo; Robín Hood;El Conde de Monte Cristo de Alejandro Dumas; Los Miserables de Víctor Hugo; La cautiva de Esteban Echeverría; Facundo y Recuerdos de Provincia de Domingo Faustino Sarmiento; Cuentos de la Selva de Horacio Quiroga y tantos otros que ya no recuerda.
El papel áspero, las tapas descoloridas y el olor de la madera serían testigos recurrentes de aquella danza singular como en un ritual iniciático.
Ese día sintió que no podía irse, que quería navegar mar adentro engarzada al mundo de las palabras.
Regresó tantas veces como lo hicieron su abuela o sus padres y una y otra vez se repetía el ritual: se arrodillaba, abría el arcón de sus afectos, sacaba los libros, elegía uno y, embriagada, desaparecía en el útero pródigo de la carpintería.
El caso es que don Juan, poco a poco, comenzó a prestarle sus libros uno por vez.
Ella  se lo llevaba apretado contra el pecho y, a partir de entonces, ayudar  a su madre en las tareas de la casa implicaba domesticar el corazón acelerado hasta encontrar la oportunidad de hilvanar  palabras en la magia de algún  relato.
Margot de risa fácil y pelo renegrido fue engordando un poco.
Juan siguió con sus modos mesurados, sus silencios, su carpintería, su delgadez y sus mates.
Los tres hijos del matrimonio crecieron y también ella y sus hermanos.
A pesar de las privaciones, finalizada  la primaria, en el hogar paterno su madre despertó en la conciencia del marido una idea imperiosa -“Los chicos tienen que hacer la secundaria.”
Y medio confundido, aquel camionero con solo tercer grado aceptó que los hijos alcanzaran un peldaño  superador de la escolarización primaria.
La inscripción en la escuela secundaria y pública de una zona urbana próxima implicó que aprendiera a viajar sola. Hubo muchas horas de clase en  una profesora particular para aprobar el  temido examen de ingreso.¡Toda la familia estaba alborotada!
Era la única hija mujer de manera que para la mentalidad provinciana de su padre no había sosiego pues en cuanto percibía el merodeo de  algún pretendiente lo perseguía en  su poderosa moto azul hasta que lo veía desaparecer  aterrado para nunca más volver.
En esas circunstancias transcurrían sus días...Era un caminar cotidiano por la senda del desconcierto. Era una lucha para no zozobrar en el mar de emociones contradictorias en el que la sumergían la adolescencia y la secundaria.
Pero una tarde de calor intenso, casi terminando el  primer año, quizá en el mes de noviembre, alguien golpeó las manos en su casa. Recién llegaba de la escuela y aún con el guardapolvo puesto preguntó quién era.
Era don Juan, montado en su bicicleta y en  horario inusual. Corrió a recibirlo. Él se negó a entrar.
Lentamente bajó de la bicicleta, la apoyó contra la pared de entrada y comenzó a desatar las sogas que sostenían un bulto en el portaequipaje. Luego lo apoyó en el  patio de tierra y, ante el cielo como único testigo, comenzó a retirarle la lona protectora.
Ella no pudo emitir palabra.
¡El instante se había  grabado a fuego en lo más profundo de sí misma para siempre!
Allí, en el patio de la casa paterna y en silenciosa ceremonia don Juan descubría ante sus ojos un tesoro sin igual… ¡El  arcón lleno de libros!
Quedó  petrificada. La emoción la había paralizado.

Cuando levantó la vista vio que don Juan, subido a su bicicleta y en un silencio impenetrable,se alejaba doblando la esquina.  

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