Las máscaras del Sr. y Sra Pérez

Relatos de misterios

Las máscaras del Sr. y  la Sra. Pérez

Ilustración: Norma Teresa Sánchez Forgione
Titulo de la Obra: Las máscaras del Sr. y Sra. Pérez
Técnica: Tinta sobre papel
Medidas: 14cm x 16cm

Durante toda mi infancia, el mar era escogido por mis padres como lugar de vacaciones de modo que, ante la proximidad del  verano, me concentraba poco y nada en la escuela y,  mientras fingía prestar atención al pizarrón, en realidad, desde mi mesa de trabajo,  mi mente  se iba  tras el vuelo de las gaviotas que seguramente me estarían esperando.

Y  fue  alguno de esos  veranos en el que conocí al Sr.  y  la Sra. Pérez porque fueron nuestros vecinos en la casa del mar durante todo un  mes de enero. Ambos lucían como una pareja estupenda. Bonita ella y elegante él tanto en malla los  días soleados  como,  con sus ropas deportivas y sus raquetas de tenis al hombro los días grises.
 Piel dorada de muchas  horas de playa. Arena pegada a la piel .Cada día los oía conversar en sus reposeras con parejas amigas mientras jugaban a las cartas. Mi reflejo en sus lentes espejados.
Los días nublados los veía pasar por la  Avenida costanera  con sus cuatriciclos rojos. Risa estridente. Pelos al viento.
Otras veces las mañanas de playa se hacían interminables. Quizá porque el Sr.  y  la Sra. Pérez salían de pesca con sus amigos . Lejos, al faro-decían-donde la pesca es más grande. Eran sus días  de turismo aventura.
En ese entonces sentí  crecer en  lo más profundo de mí la envidia porque  yo deseaba que fuesen mis padres. Frente a un matrimonio tan divertido y elegante los míos lucían como viejos rezongones y aburridos. El contraste me avergonzaba.
Malhumorado, observaba de reojo a mi padre sumergido largas horas en la lectura del diario local mientras mi madre tejía crochet bajo la sombrilla.
El máximo de la humillación me invadía cuando padre, abdomen prominente, cebaba mate mientras madre cortaba porciones del budín de limón tibiecito. Detestaba esas caricaturas con las comisuras llenas de migajas. Migajas prendidas en la malla. Migajas sobre la mica en  la arena.
A lo sumo, la máxima aventura consistía en salir a caminar pisando la espuma de las olas juntando caracoles en el ridículo sombrero de paja de mamá.
Nuestros días de playa eran monótonos. Salvajemente monótonos. Frente a las vacaciones de nuestros bulliciosos vecinos mis padres me parecían seres grises, cobardes y aburridos.
Rara vez cruzaba saludos con el vecinito Pérez. Era tan elegante y correcto como sus padres. También regresaba con su ropa de tenis o bajaba del jeep a pura risa o se revolcaba en la arena dorada cuando les ganaba una partida a las cartas. Más de una vez hubiera deseado participar de esas salidas o, al menos, que me invitasen a su casa.
La primera quincena de enero finalizaba y con ella las vacaciones de las dos parejas   amigas del Sr.  y  la Sra. Pérez. De modo que de siete nuestros vecinos pasaron a ser tres, solamente tres: madre, padre e hijo. 
Y porque los dos estábamos solos,  si lo veía en la playa, como quien no quiere la cosa, a veces, en un gesto amistoso  tiraba mi pelota de fútbol para su carpa, pero él no parecía registrarme. La sensación era de bochorno. En esos momentos yo me transformaba  en invisible para el chico Pérez. ¡Deseaba tanto  ser su amigo!
Al acercarme a buscar mi pelota pedía disculpas pero nadie me contestaba y los ojos azules, severos  y altivos  del Sr. Pérez, desde ese entonces  habían comenzado a paralizarme.
También la Sra. Pérez había perdido su sonrisa habitual. La veía leer en la playa todo el tiempo sus revistas de moda o marchar al balneario vecino para ver el desfile de mallas de la nueva temporada.
Si acaso había algún día gris y tormentoso mi padre se apresuraba a cerrar la sombrilla mientras mi madre insistía en abrigarme hasta la asfixia. De regreso a casa  ya a resguardo de los posibles truenos, del granizo, del rayo o las centellas mi padre desplegaba el tablero de  ajedrez. Las partidas solían durar hasta la nochecita entre mates y churros de dulce de leche. Mientras tanto mi madre disfrutaba del silencio sumergida en sus libracos.
El Sr.   y la Sra. Pérez también regresaban presurosos .Solían responder al saludo de mis padres con un rígido movimiento de cabeza y los veíamos entrar a la casa contigua con rapidez y en medio de un silencio sepulcral.
Y fue alguno de  esos días que descubrí las máscaras del Sr.   y  la  Sra. Pérez quienes comenzaron a insultarse con palabras atroces. A veces estallaba algún pocillo o algún plato contra el piso. Sentíamos el golpe de las puertas hasta que el Sr. Pérez desencajado, con su abrigo universitario en el brazo salía furioso y en tres zancadas subía al jeep  y enderezaba hacia los médanos.
Durante los últimos quince días, con absoluto estupor, observaba caer - como en una tragedia griega-  las sucesivas máscaras del éxito, la belleza, la elegancia del Sr.  y  la Sra. Pérez quienes ya no podían mirarse a los ojos ni disfrutar del encuentro cotidiano ni siquiera, tolerar llamarse Sr.  y  Sra. Pérez.
En esos momentos, a medida que los gritos y los golpes aumentaban, Chico Pérez, sentado  en la vereda, se parapetaba de la violencia con audífonos  y celular en un intento vano de aislarse del mundo.
Entonces yo, con mi pelota bajo el brazo, salía a mirar el cielo para ver si acaso había salido el arco iris y tiraba mi pelota, como al descuido, y mi pelota le caía justo entre los pies y, entonces, un  Chico Pérez pálido y ojeroso, me miraba ,sorprendido, desde sus ojos hundidos y,  se levantaba como un anciano de cien años y esbozaba una sonrisa que quería ser una mueca o una mueca que quería ser sonrisa y envolvía sus audífonos y el celular y , sigilosamente, los deslizaba entre las persianas  y después me devolvía la pelota con su pie izquierdo y yo la levantaba y hacía “jueguito”  y, con un movimiento de cabeza,  sin palabras , lo invitaba a correr hacia la cancha libre de la playa. 

Autora: María Cristina Avila

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